Heidegger y el materialismo
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1.- Una insuficiencia. Un texto sobre Heidegger; siempre incompleto en la palabra que se teje en nombre del Ser. Cada texto sobre Heidegger debiera poder des-ordenarse, o destruirse, para no emplear la vieja muletilla hoy de moda en ciertos círculos académicos new left (des-construirse). Por otra parte, la tentación constante: una pragmática ‘heideggeriana’, una operacionalización de Heidegger (y Derrida) en nombre de la ‘destruktion’ y su fuerza subsumidora. Esa tentación realizada, por último: la deconstrucción. Ahí, en ese horizonte de la técnica heideggeriana – máquinas heideggerianas por doquier; un modo de producción heideggeriano, se sobrevive sólo a riesgo de repetir constantemente la misma operación. Una vuelta velada a cierta teoría de una simplicidad expresiva que hace circular todo saber y textualidad en un modo de comprensión determinado: una serie de conceptos “destructivos” formarían un ejército calificado para el tratamiento de cualquier teoría y de cualquier filosofía. O, es más; un solo concepto para la totalidad de la emergencia teórica, el con-texto de esa emergencia y la situación política real en que esa emergencia textual, filosófica, ética y científica surge. La desconstrucción de Heidegger es una tarea (siempre) inacabada. Ya ha habido intentos, por lo menos, como Del espíritu, donde una insinuación teórica radical del más poderoso heideggeriano, Derrida, muestra una tensión entre idealismo y materialismo en la cabeza del filósofo alemán: el espíritu A y el espíritu B, la dicotomía o la contraposición interior, interna entre un espíritu que “parece designar, más allá de una deconstrucción, la fuente misma de toda deconstrucción y la posibilidad de toda evaluación”[1]. Ese es el espíritu A: posibilidad de toda evaluación, fragilidad misma de toda deconstrucción en tanto fuente. Podríamos aquí emplear una ecuación arriesgada, pero extremadamente ad hoc al pensamiento de la desconstrucción, y que iguala a las fuentes con la posibilidad, y a la posibildad con la crisis y la fragilidad. Toda posibilidad es una crisis. Inclusive las “condiciones de posibilidad”, esas frágiles bases sobre las que toda estructura se yergue. La pregunta por los orígenes, por las fuentes y por las fuentes de posibilidad, o condiciones de posibilidad, es una pregunta crítica. Pregunta crítica y problemática. Puede haber, respecto a esa pregunta, la evasión (hacia los ‘fines prácticos’), independiente de los resultados que alcance la pregunta. O la obsesión. Pregunta por el sentido del ser: obsesión por la condición, la crítica – y la crisis, llevada a su extremo. Y el espíritu B. El espíritu que se inflama en la espiritualidad que “nombra aquello sin lo cual no puede haber mundo”[2]. Privación o ausencia de espíritu es animalidad, en este caso, no-espiritualidad. ¿No habría que preguntarse también, con absoluta libertad, si ese espíritu B no deja de asediar en la filosofía contemporánea, bajo el nombre de Europa – o Francia?; ¿En qué medida decir ‘Europa’ es decir Espíritu, llamar el Espíritu para que acuda a la debilidad intrínseca de toda ontología, o de todo pensamiento ontologizante?, ¿Y, por último, hasta qué punto el Espíritu es también el Espíritu político llamado, sin el cual no puede haber mundo? Recuerdo, respecto a este problema, el nombre de un texto de Heidegger; La llamada. Todas las llamadas del espíritu europeo en la filosofía chilena, o en los filósofos que habitan (la casa del Ser en) Chile, se vienen a la mente. El fuhrer espiritual de la desconstruccion debe ser destruido. El espíritu B “puede convertirse en tema de propaganda cultural o de maniobra política”[3]. Fuera de esos temas – que inspiran el presente trabajo, recordar la esencia del espíritu B, su característica fundamental: es el espíritu que en un “determinado punto” carece de palabra.
Un texto desordenado sobre Heidegger a partir de Ser y Tiempo o de ciertos pasajes de Ser y Tiempo que aquí nos interesan. Por motivos de fuerza mayor (¿cuáles son esos motivos de fuerza mayor?: la adscripción sin reservas a un materialismo comprometido, marxista, pero también platónico, de la participación o de la militancia en
2.- Ser y Tiempo, así como otros textos de Heidegger, anuncian la fortaleza de todo pensamiento en la pregunta. Más bien: la capacidad de todo pensamiento de asestar golpes a las distintas fortalezas-de-pensamiento mediante la fuerza destructiva de la pregunta. “Todo preguntar – dice Heidegger, es una búsqueda. Todo buscar está guiado previamente por aquello que se busca. Preguntar es buscar conocer el ente en lo que respecta al hecho de que es y a su ser-así”[9]. El filósofo alemán habla de “la” pregunta, en sentido general, como queriendo aludir a ese método, a esa potencia primera de la pregunta y sus implicancias; poner en cuestión, interrogar a, así como la estructura de “la” pregunta. No de la pregunta por el ser, sino de “la pregunta” en general porque “Todo preguntar” implica una serie de cosas, y no específicamente la pregunta por el ser. La estructura de la pregunta; lo que es puesto en cuestión (sein Gefragtes), en este caso ‘el ser’, lo interrogado (ein Befragtes), ‘los entes’ o ‘el ente’, y lo preguntado (das Erfragte), ‘el sentido del ser’. Lo puesto en cuestión es el propio ser. Heidegger parte Ser y Tiempo reconociendo que el concepto de ser es “el más oscuro”, y que su oscuridad se debe a la imposibilidad de “entificarlo”, o identificarlo con un ente. La naturaleza de lo que Heidegger llamara “onto-teo-logía” es precisamente esta tendencia a poner en el lugar del ser al ente, a un ente cualquiera que reemplace o suture el vacío que deja el ser mismo, oscuro de por sí. Ese mismo ser está obnubilado, digamos, encerrado en la fuerza de la tradición y de la fortificación que le constituye su propio relevo. El olvido del ser sucede en la onto-teo-logía. A camino lento, Heidegger va acercando la cuestión del olvido del ser (y su modo concreto de operar en la historia onto-teo-lógica: el olvido de la pregunta por el ser, y más: la pregunta por el sentido del ser) a la de la diferencia ontológica. “Para nosotros – señala Heidegger en 1957, el asunto del pensar –usando un nombre provisional-, es la diferencia en cuanto diferencia”[10]. El olvido del ser es el olvido, también, de la diferencia ontológica entre ente y ser. Ahora bien, señalamos más arriba la estructura general de la pregunta. Esta estructura tiene el valor indicativo que la pregunta por el ser que ‘debe ser planteada’ necesita. Específicamente, ese valor indicativo está dado por lo preguntado, que es el sentido del ser. “Si el ser constituye lo puesto en cuestión, y si ser quiere decir ser del ente, tendremos que lo interrogado en la pregunta por el ser es el ente mismo.” Este ente mismo es, por decirlo de alguna manera, el punto en el que la mirada de la pregunta debe fijarse, el lugar concreto en el que lo puesto en cuestión tiene la posibilidad de develarse. Para Heidegger, ninguna ontología es posible, es originaria si no ha resuelto antes la cuestión del sentido del ser. Aquí llegamos al problema, a su posibilidad y a su enunciación misma. “¿En cuál ente se debe leer el sentido del ser, desde cuál deberá arrancar la apertura del ser?” pregunta Heidegger. Pregunta no sólo por el ente que interroga y pone en cuestión el sentido del ser, sino también por el ente en el que el ser puede ser revelado, el ente cuyo rango es el de una apertura al ser. O de una correspondencia con el Ser. Algún autor por ahí (ejemplo: el filósofo ‘marxista’ traductor de Lukacs, Adolfo Sánchez) cuestionará a Heidegger por un anti-humanismo implícito en el hecho de que otorga este estatuto al Pensador. En efecto, en algunas páginas de Heidegger podemos leer que “el pensador dice el ser”. El pensador: no el científico, o el hombre en general. Heidegger podría ser anti-humanista, pero por algo muy distinto que la vía de un privilegio hacia el filósofo, que sí lo tuvo: tal como tuvo a su merced la insinuación del pensamiento en lengua alemana como el más originario modo de ser de la pregunta por el ser. Fuera de todo este problema, Heidegger plantea: el ente que posee el carácter de ahí-del-ser (Dasein) es el propio hombre. El hombre es el Dasein.
Sólo un rodeo es capaz de analizar esta primacía ‘en cierto sentido’ del hombre respecto a los demás entes. Un rodeo que polemiza y enreda la relación entre este ir-le al Dasein el propio ser con el ‘humanismo’. En el propio texto de Ser y Tiempo se puede leer: “Las consideraciones hechas hasta aquí no han demostrado la primacía del Dasein, ni han zanjado el problema de su posible o incluso necesaria función”, e.d., la primacía del Dasein que hasta aquí Heidegger ha explicitado es una primacía ‘en cierto modo’. El Dasein no es el lugar del Ser, o el nombre del Ser. Una posición tal implicaría la reinstalación del olvido del ser y la diferencia ontológica: un ente en cuyo nombre reposara el Ser. El carácter onto-teo-lógico de esta operación que entifica al ser en el hombre para Heidegger es inaceptable: pone en el lugar del hombre al mismo Dios causa-sui que el filósofo alemán decía negar.
En la recta final de su penosa vida, Louis Althusser reconocía haber leído
3.- La tendencia del ente en el que la pregunta por el ser es planteada, la condición crítica de toda destrucción de la metafísica, es una precomprensión, o una comprensión preontológica del ser. Tema recurrente de la filosofía heideggeriana: un manto o un velo de pre-comprensión para lo que debe ser comprendido, una borradura de la pregunta en nombre de una comprensión en la que somos-ya en el momento de ser esto o aquello. “Nos movemos desde siempre [siempre-ya] en una comprensión del ser. Desde ella brota la pregunta explícita por el sentido del ser y la tendencia a su concepto”. La precomprensión será analizada en parágrafos posteriores de Ser y Tiempo cuando Heidegger trabaje el problema del Das Man, el Uno o el Se, el modo de ser impuesto en la precomprensión. El Dasein es ónticamente “cercanísimo”, ontológicamente “lejanísimo” y preontológicamente no-extraño. Ónticamente: en cuanto ente, el Dasein es cercano a sí mismo como ente, como cuerpo o como lugar objetual concreto, ontológicamente es lejano: no ha llegado a la comprensión del ser que le va, ni de su ser, la posibilidad de toda ontología y preontológicamente no extraño, e.d., en el modo de la precomprensión, el hombre no es un extraño. Podemos leer ese no-extraño como “familiarizado”; preontológicamente el hombre no es un extraño porque esta familiarizado con su cotidianidad, con su modo de habitar el mundo. Esta cotidianidad media en la que el Dasein se mueve es, sin embargo, la posibilidad de un pensamiento sobre el ser: “el ente deberá mostrarse tal como es inmediata y regularmente, en su cotidianidad media”[15]. El análisis de esta cotidianidad media, inmediata y regular, es para Heidegger el horizonte previo de la base propiamente ontológica, correspondiente al ser. “El Dasein es de tal manera que, siendo, comprende algo así como el ser”. ¿Cuál es este modo de comprensión o pre-comprensión del ser en el que el Dasein se mueve?: el tiempo. El Dasein está inmerso en una cotidianidad cuya característica fundamental es la de una comprensión ‘vulgar’ del tiempo. El tiempo que ha caído, desde los trabajos de Aristóteles, en la comprensión vulgar. Para Heidegger, una ontología no es posible sin una visión ‘correcta’ y ‘explícita’ del tiempo, del problema del tiempo. La comprensión vulgar del tiempo privilegia un modo de ser de la temporeidad: el presente. Lo determina como presencia (ousía), y como tiempo-presente. Así, todo ente es un presentar-se de esto o aquello: “El ente es aprehendido en su ser como “presencia”, es decir, queda comprendido por referencia a un determinado modo del tiempo –el “presente”[16]. El presente es el tiempo o el modo del tiempo en el que lo ente queda presentado, puesto ante sí, o ante el sí de la precomprensión que aprehende al ente como parte de sí, por ejemplo, en el humanismo. Pero ¿a qué apunta? Porque, en un primer momento, si leemos la definición de la concepción vulgar del tiempo como el privilegio del presente, no leemos más que una indicación: salir de la concepción vulgar es salir del tiempo-pasado. Así pensadas las cosas el futurismo y la musealización son salidas, evasiones o rupturas con la comprensión vulgar del tiempo. El problema es que, para que un predominio del presente pueda ser radicalmente planteado como el problema fundamental de la comprensión vulgar del tiempo, el pasado y el futuro sólo deben entenderse como modalizaciones (presencias) de ese presente. La notable expresión heideggeriana según la cual al Dasein no le ‘antecede’ el pasado, sino que se le anticipa, se inscribe en la tradición crítica de un saber histórico-historicista cuyo fundamento es un presente-fijo, una presencia. Este historicismo presencial puede llevar a la paradójica situación en la que una época, un período o un modo de pensar determinado puede “carecer de sentido histórico [unhistorisch sein] solamente en la medida en que es “histórico” [geschichtlich]”[17]. Carecer de sentido histórico, palabra nietzscheana, como sabemos, que implica un sentido para la historia, una fuerza para ella que apropie, produzca. Un “retorno positivo al pasado”, una “apropiación productiva” de la historia. La historia es aquello que habiendo ya-sido está aun: potencia que cruza pasado-presente-futuro. En cambio, un saber positivo acerca de la historia que es presencia, pura presencia que traga pasado-futuro y lo que está siendo. Presencia, Mundo, Historia y Hombre son los conceptos solidarios que articulan el asalto de un humanismo, de un historicismo o de un ‘totalitarismo’ – si se quiere entender por esa palabra algo muy distinto a esa igualación grosera (por historicista) entre el estalinismo y el III Reich. Hay que ayudar a decir a este enunciado de Heidegger sobre el sentido histórico y el carácter histórico de la época, lo que debe decir respecto a la relación profundamente subsidiaria entre ideología e historia. Para Marx, por ejemplo, la ideología no tiene historia porque es la historia. Es la historia y sus personajes, sus grandes hechos, proezas, la gran fábula del liberalismo burgués y la consagración del orden capitalista.
Una última palabra: la tarea heideggeriana es la de una destrucción “hecha al hilo de la pregunta por el ser” del contenido tradicional de la ontología, de su historia. Pensar, de esta manera, frente a la historia, implica una actitud frente a la historia: la actitud destructiva. La estructura de la presencia que invade la cotidianidad también asedia, e incluso incluye en sí al logos. El logos se muestra como aquello de lo que se habla, la anterioridad productiva respecto al presentar-se de lo ente como tal, o la presencia de este ente que se muestra. El logos designaría así la presencia, el fundamento y la razón por la que, mediante la que algo es percibido. El logos, dice Heidegger, también es “foné, y más precisamente, foné meta fantasias, comunicación vocal en la que se deja ver algo”. En “La palabra” Heidegger insistirá en el sonido, foné, como algo sensiblemente dado, portador de la significación, o del logos. Pero hay otra definición, que es la decisiva: “el logos es un modo determinado de hacer ver”[18]. Modo de hacer-ver, máquina de hacer-ver. Es la misma definición de dispositivo que Althusser hace a principios de los
[1] Jacques Derrida. Del espíritu, Heidegger y la pregunta. Traducción de Manuel Arranz, revisada por H. Potel. Edición digital de Derrida en castellano.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Heidegger, Martín. Introducción a
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] Ibid., p. 59.
[8] Ibid., p. 54
[9] Heidegger, M. Ser y Tiempo. Traducción de José Rivera. Edición digital del sitio virtual de
[10] M. Heidegger, La constitución onto-teo-lógica de
[11] Lamentablemente, la apropiación heideggeriana del concepto de “platonismo” es negativa. Para Heidegger, Platón marca, de cierta manera, el comienzo del olvido del ser, el inicio de la caída el olvido de toda diferencia ontológica a través de la teoría de las Ideas. Las Ideas son un modo onto-teo-lógico de construirle un hábitat al ente-privilegiado que se disfraza del Ser y lo subsume. Toda la filosofía contemporánea francesa “de izquierda” se nutrirá de este anti-platonismo, hasta Badiou. La posibilidad de un nuevo concepto del ‘eidos’ platónico como (f)idein, como ver o como aspecto, y como participación o fidelidad viviente a
[12] M. Heidegger, Caminos del bosque, Madrid, Alianza, 1996, p. 73
[13] Ibid., p. 76
[14] M. Heidegger, Ser y Tiempo, ed. cit.
[15] M. H., Op. Cit.
[16] M. H., Op. Cit.
[17] M. H., Op. Cit.
[18] M. H., Op. Cit.
[19] Op. Cit.
Apuntes (provisorios) sobre el concepto de Ideología (I)
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SOBRE
La teoría marxista estándar de la ideología (y con estándar también queremos decir predominante) podemos hallarla en Salario, precio y ganancia, texto de 1865 en el que Marx expone la necesidad y los límites de la lucha por el aumento de salarios relativos y reales en el seno del movimiento obrero. En medio de un texto de divulgación, y de debate teórico frente a un tal “ciudadano Weston” que, a todas luces, desestimaba la necesidad de luchar por mejores jornales, Marx se ve obligado a exponer sumariamente su teoría del salario: es en esta exposición, precisamente, que podemos encontrar la base de la teoría estándar que, a decir verdad, no presenta mayores complicaciones teóricas. Mencionamos esto como una ventaja frente teorías menos predominantes –o conocidas, sobre la ideología. Este texto (Salario, precio y ganancia) es imprescindible para comprender cómo la izquierda tradicional ha relacionado la noción de “ideología” con un cierto rostro “mentiroso” de la realidad social dura. La justificación de la teoría del “rostro mentiroso”, en su estructura discursiva, es totalmente deudora de conceptos como “apariencia”, “revestimiento/reviste”, “imaginación/imagina”, “representación”, “apariencia engañosa” etc. Marx emplea estas palabras para explicar algo relativamente sencillo; “Una parte del trabajo encerrado en la mercancía es trabajo retribuído; otra parte, trabajo no retribuído”. Esta es la expresión popular clásica de la teoría de la plusvalía. Lo que el obrero “imagina”, sin embargo, es que “el valor o precio de su fuerza de trabajo es el precio o valor de su trabajo mismo.” Tiene que “representarse” de manera “forzosa” que su trabajo, o el valor de sus doce horas de trabajo, son seis chelines. La enunciación final de la representación imaginaria de los seis chelines como verdadero valor de la fuerza de trabajo empleada en doce horas es: “El valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del precio o valor del trabajo mismo (…) Esta apariencia engañosa distingue al trabajo asalariado de las otras formas históricas del trabajo.” El trabajo asalariado se caracteriza, como vemos, por su apariencia engañosa. La ideología del salario será el patrón para la teoría estándar de la ideología: una materia bruta reviste su propia forma engañosa que debe ser develada como tal.
Evidentemente, tal teoría de la forma engañosa tiene la ventaja político-práctica enorme de señalar la tarea de una acción político-pedagógica comprensible inmediata; el develamiento de las “condiciones reales” sin las cuales el salario obrero no es posible. La plusvalía es la “cuenta anterior” a la recepción ideológica del salario como paga o precio de un tiempo de trabajo determinado, y de la “ganancia” o “cuota de ganancia” que el capitalista extrae del proceso de producción.
La asimilación teórica de todo este problema en la tradición marxista occidental consiste en administrar esta serie de conceptos; salario, capital, precio, ganancia, valor de la fuerza de trabajo, mercancía, en función de una serie de adjetivos tales como “revestimiento”, “engañoso”, “aparente” etc. El capitalismo es un “mundo de las apariencias”, las “mercancías engañosas” y el trabajo que reviste una forma “justa” cuando en realidad esa justicia esconde o entraña su momento injusto constitutivamente. Marx no explicita en Salario, precio y ganancia cuál es la función social de esta apariencia engañosa del salario en el sistema burgués de producción. Es decir, no otorga a la ideología un estatuto privilegiado: y menos aún habla de “alienación”, “enajenación” y de una tarea política concreta en función de esos conceptos, a saber, la desalienación del “hombre”. La palabra “hombre” no aparece más que como palabra, y nunca como concepto. Ni siquiera Marx ha dicho que las “objetividades cosificadas de la vida económico-social” son en realidad “relaciones entre los hombres”, con lo que no hubiera avanzado un paso más allá de la cuestión del “hombre” y su “esencia alienada”, la “coseidad no-humana” etc. El llamado “horizonte de lucha”, o de acción, no está determinado por ningún trascendental fáctico de este tipo.
Diez años más tarde, en 1875 Marx escribe: “Cada paso de movimiento real vale más que una docena de programas”. Cuestión del abismo o del vacío de la propia contingencia que resiste a ser trabajada constantemente por una gran conciencia teórica anterior (un programa “máximo” que incluye la totalidad de lo histórico y su devenir), o por una tesis hegeliana bien conocida que traslada la “lucha de clases” a la cuestión de una disposición orgánico-social de la “consciencia de clase”. La incapacidad de la clase obrera para descubrir que ella es explotada, engañada y que su mundo es de las apariencias y engaños integrantes de la propia realidad social burguesa, y su potencial conciencia de clases, define la ideología como el campo de este revestimiento “bueno” de lo “malo” que hay tras el velo. La ideología dominante es la propia alienación, que no es, sin embargo, un “disfraz bueno” del capitalismo, sino la serie de pre-juicios que tiene la clase obrera frente al producto de su trabajo, frente al proceso de trabajo y al proceso de producción, aunque este último concepto sea constantemente desestimado por una supuesta raigambre “estructuralista” etc. La práctica política marxista será, entonces, la tarea de la realización de una consciencia sobre esta totalidad social alienada: ideológicamente determinada por la burguesía que, llegada a su cosificación conservadora, resiste al reconocimiento de su propia “caducidad histórica”. En 1965, en un prefacio auto-crítico redactado frente a los textos de La revolución teórica de Marx, Althusser insiste en la noción de “izquierdismo teórico” para caracterizar una teoría tal de la ideología que se propone como tarea teórica la búsqueda de una actividad política pura, sin desengaños y sin retrocesos: una política de los avances totales en medio de la consciencia ideológica del proletariado y la ideología burguesa dominante. La ideología del salario expuesta en el capítulo noveno de Salario precio y ganancia ha devenido teoría general de la ideología y la lucha de clases: la vida es un “engaño”.
La cuestión fundamental en la teoría que llamamos “estándar-negativa” de la ideología es que (a) el trabajo es la noción fundamental que explica, como predicado suyo, el todo social ideológico revestido y engañoso, (b) la realidad social es un mundo de apariencias, (c) la potencia política de la clase obrera es la subversión de ese mundo de apariencias y la construcción de la “consciencia” de clase y (d) la conciencia de clase del proletariado es también el develamiento del mundo de las apariencias, la desalienación consciente del mundo. Si hay algo importante en toda esta cuestión es el carácter negativo-dialéctico del proletariado frente a la ideología dominante: su presencia es la negatividad. La referencia teórica más importante, como vemos, es la teoría del trabajo de Marx, y la combinación de esta teoría del trabajo con los conceptos más importantes de Los Manuscritos de 1844.
IDEOLOGÍA, CIUDADANÍA ABSTRACTA Y ACTIVISMO IDEOLÓGICO
En la obra política del joven Marx también encontramos una teoría de la ideología. La cuestión determinante en esta teoría es, sin embargo, de naturaleza distinta a la que se desprende de la interpretación negativa del texto del
Como se sabe, la oposición materialismo/idealismo es parte del pensamiento marxista y de las tradiciones que de él se desprenden. Aunque esta oposición fue consagrada por el viejo Engels, imbuido por la filosofía hegeliana, en los textos de juventud que mencionamos ya está presente. En relación al desfase entre lo público y lo privado, Marx escribe que “la puesta en práctica del idealismo del Estado fue, al mismo tiempo, la puesta en práctica del materialismo de la sociedad burguesa”. El idealismo del Estado remite, pues a un orden de realización efectivo en el que el “hombre individual real” se reconoce ideológicamente como “ciudadano”. Este auto-reconocimiento del hombre real en tanto ciudadano es, sin embargo, un reconocimiento “abstracto”, se realiza en la abstracción que implica el Estado: “separado” de lo real-social. La burguesía impuso el idealismo del Estado como correlato del materialismo de la sociedad burguesa: de su sociedad de Hombres egoístas, para devenir en un espacio “separado” Hombres universales, mediante un reconocimiento ideológico. Esta universalidad “a medias”, truncada de la burguesía, es la que Marx quiere subvertir: al devenir clase universal, dominante, la burguesía perdió, precisamente, el carácter de su universalidad. En el trabajo y en las “relaciones individuales”, señala Marx, debe también advenirle el ciudadano abstracto (igual): “sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus “forces propes” como fuerzas sociales, y cuando por lo tanto no desglosa de sí la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana”. Mientras que Hegel quiere aparecer la contradicción entre sociedad civil y sociedad política como una contradicción interior al Estado, Marx señala que el desfase se realiza como “desglosamiento” efectivo de una parte de las fuerzas humanas propias, como alienación y abstracción política del hombre real. Un desfase tal no tiene Aufhebung. Que la “ciudadanía” sea una situación plena: en la vida real de individuos reales, no en la abstracción ideológica de ciudadanos separados. No es casual que Marx invoque como ejemplo de este desfase, también, la sociedad griega, en la que la situación de la sociedad civil era de esclavitud respecto de la sociedad política. El elemento constituyente de la sociedad es la separación entre sociedad política y sociedad civil.
Esta oposición entre materialismo “de la sociedad burguesa” e idealismo “de la sociedad política” corresponde, en
Esta teoría de la burocracia como lugar de consagración voluntariosa del teólogo estatal se parece mucho a la definición que el Althusser de 1964, en un polémico artículo titulado Marxismo y humanismo, hacía de la ideología. En este texto el Estado burocrático imaginario, espiritualista, corresponde al momento “Sujeto” de la ideología. Además de una situación en el mundo que caracteriza a la ideología, en tanto los “individuos reales” se relacionan de una manera determinada y sobredeterminada con su “mundo”, la actitud que los individuos toman en esa relación ideológica con lo real-imaginario, “expresa más una voluntad (conservadora, conformista, reformista o revolucionaria), una esperanza o una nostalgia, que la descripción de una realidad”. Tal como en el texto de Marx, en el que el burócrata se transforma en un activista total, la imagen del guevarista auténtico que ha llevado la frase “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución” hasta el paroxismo no es, en este sentido, la del activista antiburocrático. Las evidencias teóricas que el texto de 184? nos deja apuntan precisamente a que el burócrata es aquel que, en la transformación del aparato de estado en una fuerza privada, se vuelve un activista absoluto de esa fuerza y ve al mundo como objeto de su actividad: se pone en el plano de una subjetividad libre y activa. Aunque no es un tema propio del presente trabajo, es necesario mencionar que la salida al burocratismo y al desfase entre lo público y lo privado propios de la sociedad burguesa (o de esa unidad dislocada que Marx investigaba en aquella época) es enunciada como una recomposición del lugar dislocado; la superación de este desfase generalizado “sólo es posible cuando el interés general viene a ser realmente interés particular y no como en Hegel puramente en el pensamiento.” Esta salida revolucionaria basada en conceptos como “interés general” e “interés particular” todavía tendrá sus resonancias magnéticas en textos del año
Maquiavelo y el arte de la guerra: saber vencer, o morir
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La obra de Maquiavelo puede leerse como un texto crítico acerca de los fundamentos del poder político. En el análisis de esos fundamentos Maquiavelo emplea algunos conceptos que podríamos llamar “claves” y que cruzan toda su construcción teórica. Sin embargo, más que la aplicación de esos conceptos – o el surgimiento de una nueva técnica: el maquiavelismo, interesa aquí un develamiento de ellos, una búsqueda de lo que constituye su propiedad, su campo, lo político, el poder, lo maquiavélico. Ya en el primer capítulo de El Príncipe, De Principatibus, Maquiavelo expone dos de esos conceptos fundamentales: fortuna y virtud. Sin duda muchas de las lecturas de Maquiavelo han tenido en cuenta ese binomio fortuna/virtud, que articula todo su pensamiento. Sin embargo, el pensador florentino no hará el ejercicio – burdo por lo demás, de aplicar incondicionalmente el binomio fortuna/virtud, sino que buscará, en el claro mismo de los acontecimientos, en la situación o momento concreto la articulación también concreta de una serie de elementos teóricos. Tampoco hay en la obra de Maquiavelo alguna referencia de carácter puramente teórico a esos conceptos. Historia, filosofía y política se mezclan en un entramado que no deja ver esencias o conceptos esenciales que se repiten. La obra de Maquiavelo, en ese sentido, es profundamente materialista. Influida está, claramente, por el estoicismo.
En este contexto El arte de la guerra es la realización de una de las premisas teóricas de El Príncipe. Ahí Maquiavelo pensará la “industria” (habilidad) con la que el poder se conserva o se obtiene; no hay en El Príncipe una definición omnímoda del poder, cosa que transformaría a Maquiavelo en un filósofo de la historia más, sino una constante referencia al poder como problema entrecruzado, asediado por varios factores y elementos en constante cambio. Uno de estos factores, el fundamental, es la propia guerra que “no se elude”. La guerra es uno de los factores objetivos de la política que Maquiavelo traerá a colación en su obra fundamental varias veces; una de las premisas del poder es que el hombre pueda “depender de sí mismo” y poseer su propia potencia sin estar sometido a los vaivenes de una fuerza extranjera que lo defienda. A este respecto, la cita de Tácito que el florentino emplea para argumentar la necesidad de los ejércitos propios; “Nada de lo mortal es tan inestable e incierto como la fama del poder no nacida de la propia fuerza”. Para Maquiavelo esa autosuficiencia de poder, esa capacidad de producir poder para sí, la base real de la propia fuerza se traducía en una serie de acontecimientos concretos, efectivos; la extinción de la memoria del antiguo príncipe, el necesario apoyo del pueblo, y el “nuevo ejército” que acompaña al “nuevo príncipe” en la odisea del poder político.
Cuando el Príncipe “depende de sí mismo y puede recurrir a la fuerza”, no peligra. De esto, señala Maquiavelo, se desprende que “todos los profetas armados hayan vencido, y los desarmados fueron a la ruina”. En la obtención de la gloria (cap. VII), que para Maquiavelo es una suerte de poder-aumentado, un “poder político” realizado y estable, no es la pura “suma” de una serie de factores subjetivos (la memoria, la prédica) y objetivos (la guerra, las armas, el ejército) lo que cuenta: cuenta la realización de todo lo que aquí designamos (de manera provisoria y hasta vulgar, pero necesaria) como orden subjetivo en lo objetivo. El Príncipe debe ser siempre un Príncipe cuya prédica esté precedida y aumentada por una fuerza; el ejército mismo. El profeta armado va a la victoria, el profeta desarmado sólo fabrica su ruina, siendo una especie de poder vacío, o “fama de poder”. Industria, fama, gloria y fuerza; el entramado de esos factores y muchos otros en la ocasión y “los tiempos” es la estrategia teórica que Maquiavelo propondrá, como fundamento de una estrategia política cualquiera. La guerra es el asunto sustancial que puede articular una teoría de la fuerza, factor determinante del poder que Maquiavelo se propone estudiar al contarnos que dejará de lado “discurrir de las leyes y hablaré de las armas”.
Maquiavelo pondrá manos a la obra siete años después de escribir El Príncipe, obra de 1513. El arte de la guerra data de 1519-1520. El arte de la guerra está escrito como un diálogo sobre la guerra entre varios personajes, entre los que sobresalta Fabricio. Aquí, Maquiavelo expondrá su pensamiento sobre las artes militares, y también sobre la cuestión de la guerra en general, como forma específica de la problemática más universal de la fuerza.
La fuerza no es la pura organización militar de una multiplicidad cualquiera de hombres. Desde este punto de vista estrecho, lo que cabe al “general” o al “jefe militar”, es la simple disposición correcta de los cuerpos en un campo militar, el “orden” y el “mando”. Maquiavelo está lejos de pensar así. Como pensador de lo concreto que era, sabía ante todo que la cuestión militar es ampliamente excedida por un conjunto de problemas no militares. En primer lugar, dice Maquiavelo, hay que considerar el estado de ánimo de los “hombres de la guerra”. ¿Quiénes son los hombres de la guerra?; los que viven de la milicia, y no pueden ser buenos, obligados a vivir del fraude, la rapiña. La disposición anímica, subjetiva de los hombres de la guerra es la de un bajo amor a la vida – una relación estrecha con “la vida” y el placer que incluye, y un temor más grande que el desprecio por la vida, hacia la muerte. Así, Maquiavelo nos enuncia una distancia justa entre el “hombre de guerra”, su vida y la muerte que le sobreviene. Una especie de vida-terrorífica sumergida en la incapacidad para vivir-bien y en la imposibilidad de un deseo de la muerte como correlato de esa vida miserable. Toda la constelación de elementos que el Príncipe (militar) es capaz de instalar en sus súbditos (militares) deben tender hacia esa vida justa, precisa para el combate y sus consecuencias; una defensa total de la vida miserable, que no puede ser convidada al placer, ni a la muerte. La frase “amar menos la vida y temer más a la muerte” es de una belleza sorprendente, una notable expresión feudo-burguesa que expresa esa tensión desgarradora entre la vida y la muerte, entre una vida miserable que es necesario y justo vivir, y una muerte aún más miserable que es injusto y terrible desear.
Maquiavelo desea pensar, a partir de esa disposición subjetiva primaria de “los hombres de la guerra” la constitución del Estado mismo como guerra. Un Estado de guerra, o desde la guerra, es el modo en que la política debe devenir policía. Sin embargo, a diferencia de algunos pensadores contemporáneos que identifican policía y pura administración sin conflicto, para Maquiavelo aun en la problemática de la policía hay un conflicto latente entre la ciudadanía y el Príncipe. “La inestabilidad nace en principio de una dificultad natural, presente en todos los principados nuevos, y consistente en que los hombres cambian contentos de señor, creyendo mejorar, y esta esperanza les hace tomar las armas contra su señor”. Así es como Maquiavelo lo plantea en el capítulo tercero de El Príncipe, diciendo de alguna manera que la esperanza de los hombres puesta en un nuevo señor cualquiera, es lo que determina que la rebelión sea un sentimiento latente de la ciudadanía. Para esta situación, la de un estado de rebelión potencial ciudadano, Maquiavelo propone varias medidas concretas: contrarrestar el prestigio que tienen los jefes de la ciudadanía, entregar armas a la ciudadanía y jugar con las jefaturas militares que esa propia ciudadanía armada se da. Es una estrategia que tiende pues, al control “político” de la situación mediante la manipulación del consenso y las fuerzas hegemónicas. “Dar armas y jefes al pueblo no fomenta, sino impide los desórdenes” plantea Maquiavelo explícitamente, en el primer libro de El arte de la guerra.
En este libro Maquiavelo insiste con la importancia de contar con ejércitos propios, con “forces propes”, en términos del joven Marx. Esa insistencia, sin embargo, aquí se vuelve una cuestión mucho más particularizada; “Es indispensable, y no se puede obrar de otra manera cuando se quiere tener ejército propio, y no servirse de los que tienen el arte de la guerra por único oficio”. ¿Cuál es el peligro de aquellos cuyo único oficio es el arte de la guerra? Maquiavelo no responde esa pregunta; probablemente se está refiriendo al mismo hecho que nos hacía saber en El Príncipe, el hecho de que los “mercenarios” o aquellos cuyo único oficio es el arte de la guerra, responden a sus propios intereses determinados en primera (y última) instancia por lo militar. Una fuerza militar sin límite, sin medida política, es el peligro que enfrenta el Príncipe. El Partido-príncipe (para emplear un término gramsciano) también ha enfrentado este peligro; un poder militar sin medida o un brazo armado sin un mando político, puede conducir precisamente a la anulación de lo político, o a su suspensión en “lo militar”.
Varios libros de El arte de la guerra tratan sobre cuestione referidas al arte militar propiamente. Según Luis Navarro, uno de los traductores de Maquiavelo al castellano (en 1895 tradujo las obras más importantes), el florentino no consideraría, en estos textos en los que predomina el problema de la organización militar y el enfrentamiento armado, un invento tan crucial de su época como las armas de fuego. Sin embargo, Maquiavelo hace alusión a ellas al señalar el hecho de que los caballos se asustan con el sonido de los disparos. ¿Será que Maquiavelo está tan pendiente de ese “temor” que puede ser capaz de cambiar los acontecimientos de un momento a otro sin necesidad de la pura fuerza militar ejercida? Quisiéramos en este punto ensayar una hipótesis. Maquiavelo está, en muchos aspectos, preso de una mentalidad precapitalista. Uno de los aspectos en los que esta cuestión se manifiesta, a parte del ya mencionado hecho de que ignora las armas de fuego, un armamento propiamente moderno, es su pensamiento respecto a la cuestión “policial”, o de “orden” ciudadano. El florentino no pensará en un ejército policial profesional como condición necesaria del orden, sino en una estrategia de captación y cooptación de los jefes militares. Es necesario, dice al respecto, que el mando sea trasladado permanentemente. Una verdadera teoría del caudillismo precapitalista.
Maquiavelo hablará en lo sucesivo de infantería ligera, infantería pesada, caballería lateral, disposición del ejército etc. En un contexto sobrecargado de elementos militares, el florentino insiste en que el ejército no puede actuar siempre como un solo cuerpo. Debe existir una diferenciación interna de elementos, un complejo de oposiciones internas que otorguen una función específica a cada parte, relativamente autónoma.
De todos los libros de El arte de la guerra el más potente es el cuarto. No tanto por las generalidades que expresa, como por la gran cantidad de temas que toca, referidos al ejército, el desorden, el miedo, la sorpresa, la inevitabilidad de algunas batallas, la manipulación de masas, la división y reunión ideológica (ejemplo: religiosa) de los individuos, el uso de una parte de las subjetividades que componen un ejército contra otras etc. La ruina proviene, según Maquiavelo en este libro, del desorden interno de los ejércitos: una de las cuestiones fundamentales, a nuestro parecer, de esta noción de desorden, es que el florentino la remite constantemente al miedo, al miedo y sus variaciones múltiples; la sorpresa, la fortuna, la convicción de “vencer o morir” etc. Se trata de un texto sin certezas. Lo único que queda, finalmente, es el empleo de esas herramientas en las que Maquiavelo tanto insiste; la “industria” que es capaz de contrarrestar la fortuna (“me parece prudente no tentar más a la fortuna” plantea Luis en el diálogo escrito por Maquiavelo), el desorden del enemigo que es posible mediante “algo que asuste” al enemigo, como anunciar la llegada de nuevos refuerzos, propiciar situaciones imaginarias que provoquen temor, y que pongan al enemigo en la situación de un engaño “por la apariencia” que lo “atemorice” y sea así “fácil vencerlo”. Ataques simulados, atracción hacia las emboscadas. Todos usos provechosos y “útiles” del miedo. Con un conocimiento a cabalidad de la historia militar Maquiavelo cuenta la historia de un ejército que padeció la deserción y el paso al bando enemigo de una parte de las tropas. El general de dicho ejército supo hacer un buen uso del engaño, otro de los medios preferidos de Maquiavelo en el arte político-militar: dijo a sus tropas que era por orden de él que se pasaban aquellos. Un ejército es aquí dos cosas: una máquina de matar, triturar y eliminar al enemigo, y una máquina infernal de producir modo. “Las batallas se ganan o se pierden” dice Maquiavelo, y “cuando se pierde la batalla, debe el general examinar si puede sacar algún partido de la derrota”. ¿Cómo es esto?; saber-sacar provecho de una situación desventajosa, analizarla. La fortuna y los tiempos siempre ofrecen ocasión. La sensación de que, no se puede más que vencer (o morir) debe ser también controlada por el General-Príncipe. Es la garantía del triunfo.
El arte de la guerra sigue siendo un texto crucial en la obra maquiavélica. Haría falta un análisis exhaustivo de todos sus libros para descubrir cuál es el pensamiento concreto que se teje en estado latente en esta serie indeterminada de recomendaciones diferentes en cada caso. Hay un punto importante de esta obra; cuando Maquiavelo dice que ninguna razón es tan poderosa para el combate encarnizado como la que obliga a vencer o morir. ¿No es esta insistencia crucial en esta dicotomía clásica de la guerra, vencer/morir, una forma de decir que el hombre moderno está en la situación de vencerse a sí mismo; vencer la forma de vida en la que la miseria es condición del vivir, y el temor a la muerte factor determinante de esa propia vida miserable, o morir definitivamente en el ocaso de la sociedad contemporánea, el imperialismo? Puede ser que un pensador tan materialista como Maquiavelo nunca haya abandonado su propio resto utópico.