La sociedad sin sociedad, o la ilusión deleuziana
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Ya en 1988 Gilles Deleuze escribía un texto magistral sobre la sociedad contemporánea: Mil mesetas. En términos académicos, el libro de Deleuze (y Guattari) era altamente subversivo: un materialismo depredador de lo múltiple (im)puro, de las singularidades nómadas y de la diferencia singular que se repite incesantemente. En el plano político, ponía en duda la serie finita de certezas que la izquierda francesa y europea tenía como presupuestos teóricos de su trabajo. La inauguración de una serie de conceptos o categorías de análisis conformaba una nueva posición teórica, el “anarquismo” deleuziano. Anarquismo, sin embargo, no libertario o anti-estatal, sino plural y de las singularidades. El concepto fundamental del anarquismo deleuziano; el deseo. El deseo y las máquinas. Ya en 1976 Deleuze ponía los énfasis, después de un largo proceso de constitución del “canon” filosófico (Nietzsche, Spinoza, Foucault, Leibniz, fundamentalmente), reivindicando para las “ciencias sociales”, o para cierta filosofía preocupada por el capitalismo – en esto Deleuze no deja de ser un notable marxiano, el concepto de esquizofrenia: “No existe ninguna especificidad ni entidad esquizofrénica, la esquizofrenia es el universo de las máquinas deseantes productoras y reproductoras, la universal producción primaria como realidad esencial del hombre y de la naturaleza”. Cabe decir: Deleuze cita a Marx en este párrafo trasladándolo a su realidad esquizofrénica de las máquinas deseantes y la producción plural. En efecto, la realidad esencial del hombre-naturaleza deleuziana es esta producción incesante en un plano de la pura inmanencia. Si esa realidad es esencial es esencial en la inmanencia hombre-naturaleza.
En el camino de esta revolución teórica, Deleuze quería ser radical. Si había inmanencia no podía haber ningún velo que cubriera la inmanencia. Ningún pre-pensamiento, ningún modo falso de pensar la materia, sino pura materia aún en lo in-material del pensamiento, entendido como conjunto de fuerzas. Aunque Deleuze resulta difícil de digerir en la lectura, a la hora de la escritura, se vuelve un arma potente; política y teórica. Inaugura un modo nuevo de escritura de párrafos largos y plurales, rápidos. Un verdadero arte de construir velocidades en la filosofía. “Nosotros no hablamos de otra cosa: las multiplicidades, las líneas, estratos y segmentaridades, líneas de fuga e intensidades, los agenciamientos maquínicos y sus diferentes tipos, los cuerpos sin órganos y su construcción, su selección, el plan de consistencia”. No hay Totalidad, no hay algo así como la sociedad de las multiplicidades, su construcción cooperativa en el orden teórico. Cada multiplicidad es pensada como multiplicidad: “fue un momento muy importante la creación de ese sustantivo [multiplicidad] precisamente para escapar a la oposición abstracta de lo múltiple y lo uno, para escapar a la dialéctica, para llegar a pensar lo múltiple al estado puro, para dejar de considerarlo como el fragmento numérico de una Unidad o Totalidad perdidas, o, al contrario, como el elemento orgánico de una Unidad o Totalidad futuras”.
En una mesa redonda de 1978, dos años después de Mil mesetas Michel Foucault dejará entrever que, para él, no se trata de procesos ideológicos, sino de prácticas o racionalidades (dispositivos, tecnologías) de poder-saber. No hay ideología, no hay ningún principio de unidad a la que aludir a la hora de analizar esas racionalidades. Aunque están todas cruzadas, como singularidades, no pueden ser subsumidas en un modelo ideológico, o, al menos, ser entendidas en el marco de un proceso ideológico. Entiéndase: en el marco de una ideología. Probablemente ya había leído Mil mesetas, el texto de su amigo Deleuze. Ahí, junto a Guattari, el filósofo francés afirmaba: “no hay, nunca ha habido ideología”. No hay, nunca hubo ideología religiosa, no hay, nunca hubo ideología del individualismo burgués y su correlato igualitario, no hay, nunca hubo ideología proletaria. No hay, nunca hubo un sistema de interpelación y de automatización de los reflejos “mentales” de los individuos, en otras palabras, un “sentido común” que articulara la realidad. ¿No hay, nunca hubo una ideología posmoderna?
Quisiera, en este punto, establecer mi propia posición. Deleuze es parte de una larga historia en la filosofía francesa, cuyo lugar es el de una verdadera crisis del marxismo. Esta crisis comienza con el propio marxismo, que es la historia de sus crisis, pero tiene un punto de inflexión en el contexto de la caída de los socialismos reales y la crisis de lo que en aquella época se denominaba “MCI, movimiento comunista internacional”. Uno de los filósofos brillantes que dio a luz esta “generación de la crisis” fue Althusser, miembro del Partido Comunista hasta que estranguló a su esposa en un acceso de locura, en 1980. Althusser fue, en palabras de Elizabeth Roudinesco, el último gran filósofo marxista, preocupado por los temas clásicos de su tradición: la lucha de clases, el Estado, el comunismo, la dictadura del proletariado y, por supuesto, la ideología. Althusser ponía un marxismo lo suficientemente desajustado como para provocar una crisis en la filosofía mundial. Paradójicamente, su influencia en el MCI no se concentró en Europa, donde, a la sazón el “eurocomunismo” empezaba a funcionar bajo la férula del “humanismo marxista” del que Althusser era un enemigo declarado. En Latinoamérica, sin embargo, su discípula chilena Marta Harnecker vendió millones de copias de una popularización del marxismo leído en clave althusseriana. En el debate académico y político, Althusser influenció a algunos cuadros teóricos de los PC’s latinoamericanos, así como al maoísmo. Ahora bien: ¿Qué es Deleuze frente a Althusser?; el momento de una renuncia a los temas clásicos del marxismo, lógicamente, pero también de sus conceptos fundamentales. Por eso es que la frase de Deleuze “no hay, nunca hubo ideología” reviste tanta importancia. Es el contrapeso demencial a la frase de Marx; “la ideología no tiene historia”.
El Post-scriptum sobre las sociedades de control se sitúa en todo este contexto. En términos formales, lo que hace Deleuze aquí es decir: todo lo que yo dije en Capitalismo y esquizofrenia corresponde con una nueva “sociedad”, y los instrumentos de análisis que surgen de esos textos son válidos para las “sociedades de control”. Micropolítica, segmentaridad, molar-molecular etc., corresponden efectivamente a una sociedad de control donde se ha perdido un centro. Aunque, claro, nunca hubo ideología: nunca hubo centro. Althusser, por el contrario, dirá al final de su vida no que no haya centro, sino que el centro está “más difuso que nunca”. En esta nueva sociedad descentrada, de la manipulación individual y de masas, del control topológico de los cuerpos en una disposición determinada de las multiplicidades, “No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”. Una actitud teórica spinozista (sin temor, ni esperanza: sin ninguna variación o modulación de la tristeza) y al mismo tiempo “marxista-leninista”, si se quiere: sólo cabe buscar nuevas armas. Las nuevas armas de la crítica, parafraseando la famosa Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, que Marx escribió en 1843. Notable, sin duda. Pero dicha actitud teórica spinozista-marxista no se traducía en posiciones teóricas correctas. Digo esto a riesgo de parecer dogmático, pero me refiero fundamentalmente a un conjunto de vacíos que atraviesan los supuestos deleuzianos.
El primero de ellos – y el fundamental, es la concepción foucaultiana del poder como un entramado de dispositivos y racionalidades en el plano de una superficie topológica llena de intensidades y enfrentamientos. Foucault mismo planteaba que “el poder viene de abajo; es decir, que no hay, en el principio de las relaciones de poder y como matriz general, una oposición binaria y global entre dominadores y dominados, reflejándose esa dualidad de arriba abajo y en grupos cada vez más restringidos”. Es decir, no hay una relación de poder dominador-dominado que atraviese el todo social, en clave hegeliana. Tampoco hay una relación de poder dominador-dominado que determine en última instancia un “todo-complejo-estructurado”, es decir, una totalidad, una sociedad determinada, a saber, el capitalismo. El poder se determina fundamentalmente a causa de intensidades, no de relaciones de clase.
Deleuze plantea de manera muy certera que, en las sociedades de control, la empresa “se esfuerza con mayor profundidad en imponer una modulación de cada salario”. Es propio, en efecto, de la economía neoliberal y su correlato ideológico, una modulación de cada salario, la explotación de liderazgos locales y toda una serie de procedimientos y modificaciones para aumentar la producción y reproducción de capital. Lo que Deleuze, sin embargo, no señala, es que todas estas modificaciones siguen persiguiendo el objetivo fundamental de la sociedad capitalista: una mayor extracción de “plusvalía” o trabajo no-retribuido en función del aumento de El Capital. El tránsito que Deleuze señala, de la fábrica a la empresa, de todas maneras, es absolutamente parcial. La unilateralidad en la que Deleuze se mueve no considera el hecho de que la industria extractiva se ha trasladado de zona, transformando densidades de población completas. Las trasnacionales de la industria primaria invaden rizomáticamente, para concedernos este hermoso concepto, los países del llamado “tercer mundo”. Piénsese en Chile o Paraguay, economías donde el grado de dependencia de esta industria trasnacional extractiva es absolutamente preponderante. Deleuze no se olvida de esto; “el capitalismo ya no se concentra en la producción, a menudo relegada a la periferia tercermundista”. La profunda mutación del capitalismo que describe Deleuze, entonces, se reduce a unos cuantos países del “centro primermundista”. Y nos habían dicho que no había centros. En último lugar, la predominancia del capital financiero (internacional) no es algo surgido en 1990. Es un proceso anterior. Habría que reconocer aquí la necesidad de escribir una historia de la acumulación originaria de las grandes masas de capital financiero y especulativo en las que el imperialismo contemporáneo se basa, y que destruyen y construyen economías cotidianamente. Hace unos pocos meses, bancos acreedores franceses e ingleses pusieron a Grecia al borde de un colapso. El resultado está a la vista: recortes presupuestarios y debilitación del arco estatal, pero, en términos deleuzianos, un fortalecimiento de la bestia-molar macropolítica estatal y sus segmentos duros, para evitar una rebelión. ¿Maquiavelo ya no sirve para nada?; si hay, siempre hubo ideología, si hay, hay ideología neoliberal y es dura, estatalista-policíaca y profundamente dogmática.
El programa descrito por Deleuze es un programa europeo, y más específicamente, francés. Probablemente más aun: parisiense. Después de un escueto “sin duda”, Deleuze indica que “una constante del capitalismo sigue siendo la extrema miseria de las tres cuartas partes de la humanidad”. Suburbios y guetos. La sociedad contemporánea, sus suburbios y guetos, las tres cuartas partes de la humanidad, la crisis Griega, el surgimiento efectivo de una gran masa sometida a las duras condiciones del trabajo “empresarial” y su modulación, la persistencia del imperialismo y el capital financiero y, de todas maneras, la subsistencia – contra toda predicción tercerista, de un proletariado extractivo (potencialmente) poderoso en la “periferia tercermundista”, plantean dos tareas respecto al Post-scriptum: tenerlo y no tenerlo en cuenta. En la medida en que Deleuze quier caracterizar efectivamente la “sociedad contemporánea”, cae en la trampa del eurocentrismo y la teoría del capitalismo virtual. En la medida en que quiere analizar una microfísica del poder nos ayuda. Quizás más de lo que nosotros, los marxistas, pensamos. Algo, eso si, no podemos concederle: el estado, las clases, el imperialismo. Son condiciones del pensamiento. Pero también de cosas más simples. Y más visibles. Por ejemplo la crisis griega.
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